Evangelio (Mt 1,16.18-21.24a)
Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús llamado Cristo.
La generación de Jesucristo fue así: María, su madre, estaba desposada con José, y antes de que conviviesen se encontró con que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, como era justo y no quería exponerla a infamia, pensó repudiarla en secreto. Consideraba él estas cosas, cuando un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo:
—José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.
Al despertarse, José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado.
Comentario al Evangelio
La solemnidad de hoy nos introduce de un modo especialmente entrañable en los designios eternos de Dios. Aunque el protagonista de los versículos escogidos como evangelio de la misa es José, Mateo nos está hablando, en realidad, del origen de Jesús, de su concepción virginal. Al hacerlo, nos revela también la identidad de José, que es a través del que le viene a Jesús, por vía de paternidad legal, su descendencia davídica. El pasaje nos invita a considerar hasta qué punto Dios cuenta con los hombres: con José, como celebramos hoy, y también con nosotros mismos.
José ha de asumir la paternidad legal de aquel que va a salvar al pueblo de Dios de sus pecados. Antes de oír estas palabras de boca del ángel del Señor, el santo patriarca intuía que se encontraba participando de un misterio para el que se sentía indigno. A más cercanía de Dios más patente se hace nuestra pequeñez y más vértigo sentimos. Pero lo inmediato que quizá nos sale, que es pensar que Dios es como nosotros, que tan a menudo ponemos distancia con los que nos parecen imperfectos, se revela falso. Dios no es así.
Dios ni se “asusta” de nuestra pequeñez ni se aleja de ella. Él sabe mejor que nosotros a qué nos ha llamado, de qué nos quiere hacer capaces. Conocemos muy poco de la vida de José, pero nos podemos imaginar que no le fueron ahorrados sacrificios y desvelos de todo tipo. Lo vemos en el otro posible evangelio para la solemnidad de hoy, el del niño Jesús perdido y hallado en el templo (Lucas 2,41-51a). La angustia de José no fue solo por no encontrar a Jesús, sino también por esta respuesta enigmática a la pregunta de María: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?”. ¡Participar de misterios tan grandes y no saber tantas cosas!
Dios confió a José lo más preciado, a Jesús y a María, porque sabía muy bien lo que había en su corazón. La Iglesia se ha confiado a él de un modo muy particular. Descubrimos en José un corazón enamorado, justo, esforzado, capaz de sufrir, dócil. Todo un programa para alguien a quien se confían cosas grandes. Ciertamente, como dice San Pablo, es Dios mismo “quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito” (Filipenses 2,13). Pero Dios necesita de las disposiciones adecuadas. Y José las tenía.
Tanto la primera lectura de la misa (2 Samuel 7,4-5a.12-14a.16) como la segunda (Rm 4,13.16-18.22) nos ayudan a considerar un aspecto central de la vida de José y que nos afecta a todos. La profecía del segundo libro de Samuel dice: “Cuando hayas completado los días de tu vida y descanses con tus padres, suscitaré después de ti un linaje salido de tus entrañas y consolidaré su reino”. Aquí se está hablando del Mesías. Pero también se está hablando de descendencia. Y el texto de Romanos dice: “La promesa de ser heredero del mundo no se hizo a Abrahán o a su descendencia por medio de la Ley, sino por medio de la justicia de la fe (…). [Abrahán], esperando contra toda esperanza, creyó que llegaría a ser padre de muchos pueblos conforme está dicho: Así será tu descendencia”. ¿Qué tiene todo esto que ver con José?
Dios ofreció a Abrahán una descendencia innumerable: el camino fue la fe. Y son los creyentes los que han hecho a Abrahán padre, los que han certificado su paternidad. Así razona Pablo. La paternidad de Abrahán es un completo don se mire por donde se mire: Isaac es don; su paternidad universal respecto a los creyentes es don. Dios quiere que consideremos que cuenta con nosotros para ser padres, concretamente, a través de nuestra fe, una fe que obre por la caridad. Esto hemos visto en José, del que también podemos decir que creyó ante lo incomprensible. Hoy somos invitados de un modo muy especial a confiar en Dios en el día a día, con la seguridad de que muchos están llamados a acercarse a Dios gracias a nuestra fe hecha vida en el día a día.