Evangelio (Mc 3,31-35)
Vinieron su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, enviaron a llamarlo. Y estaba sentada a su alrededor una muchedumbre, y le dicen:
—Mira, tu madre, tus hermanos y tus hermanas te buscan fuera.
Y, en respuesta, les dice:
—¿Quién es mi madre y quiénes mis hermanos?
Y mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dice:
—Éstos son mi madre y mis hermanos: quien hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.
Comentario al Evangelio del Día
El evangelista san Marcos ha mostrado con claridad que la fama de Jesús iba en aumento: “acudían a él de todas partes” (1, 45); “vino hacia él una gran multitud al oír las cosas que hacía” (3, 8). Tanto es así que Jesús encontraba dificultades para contener a todas esas personas: “todos los que tenían enfermedades se le echaban encima para tocarle” (3, 10); “se volvió a juntar la muchedumbre, de manera que no podían ni siquiera comer” (3, 20). Además, el Señor no rechazaba a nadie, a todos acogía, viniesen de donde viniesen: de Galilea y de Judea, de Jerusalén, de Idumea, de más allá del Jordán y de los alrededores de Tiro y de Sidón (cfr. 3, 7). Se entiende así que ahora veamos que “estaba sentada a su alrededor una muchedumbre” (v. 31), y que no fuese fácil acceder a él. Este contexto hace más comprensible que hasta su madre y sus familiares cercanos tuviesen que hacerle llegar el mensaje de que querían hablar con él.
Jesús aprovecha esta petición para ofrecer a sus oyentes una enseñanza consoladora: “los que estaban sentados a su alrededor” (v. 34), son los que forman la nueva familia de hijos de Dios, que será la Iglesia. Los que cumplen la voluntad de Dios -del que es hijo el propio Jesús, como incluso le reconocían los espíritus impuros (v. 3, 11)- son sus hermanos, sus hermanas, su madre. En esta respuesta el Señor está describiendo la identidad de los que le siguen, de los cristianos: hijos que quieren identificarse con la voluntad de su Padre. Y este sigue siendo el ADN de cualquier discípulo de Jesucristo, de cualquier hijo de su Iglesia: el deseo profundo e interiorizado de no hacer otra cosa que lo que Dios quiere.
Por eso, cuando la mirada de Jesús describe a los que tenía cerca (v. 34), no encuentra personas que están ahí por deber, porque se sienten obligadas, porque no tienen otra opción. Como hemos visto antes, el Señor acoge a todos los que quieren oírle, a todos los que quieren tocarle. El seguimiento al Señor, la obediencia a Dios Padre, la participación en su nueva familia es, antes que nada, libre y personal. Y en esto precisamente la madre de Jesús es la que va por delante: ella es la primera que dijo sí, que decidió hacer de su vida un sí permanente. Ella es la que ha precedido, con su decisión libre y personal, todas nuestras futuras afirmaciones ante la voluntad de Dios. Y con ese fiat, con ese hágase en mí (cfr. Lc 1, 38) nos sostiene, nos permite formar parte de su familia, nos entrega su propio hijo y todos los bienes que eso supone: “¡Oh Madre, Madre!: con esa palabra tuya —»fiat»— nos has hecho hermanos de Dios y herederos de su gloria.