Evangelio (Jn 15,26-27; 16,1-4)
En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio. Os he dicho esto para que no os escandalicéis. Os expulsarán de las sinagogas. E incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os he dicho esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había dicho».
Comentario al Evangelio
En el Evangelio que la Iglesia nos propone considerar hoy, el Señor habla a sus discípulos con realismo de las dificultades a las que se tendrán que enfrentar por el hecho de ser sus testigos y de anunciar su palabra.
«La enseñanza cristiana sobre el dolor no es un programa de consuelos fáciles. Es, en primer término, una doctrina de aceptación de ese padecimiento, que es de hecho inseparable de toda vida humana» [1].
En el mundo que nos ha tocado vivir -que no difiere tanto del que conocieron los primeros discípulos del Señor- a veces puede resultarnos complicado llevar una vida coherente con nuestra identidad de hijos de Dios que buscan poner a Cristo en la cumbre de toda actividad humana.
En ocasiones, incluso podemos sentir temor ante las consecuencias de nuestras decisiones por vivir nuestra fe: «los miedos son una fuerza incontrolada en nuestro interior (…) Generan tensión y angustia, nos quitan mucha libertad, nos encierran en la timidez y el retraimiento o, por el contrario, hacen situarnos a la defensiva y reaccionar con agresividad» [2].
Pero el Señor, frente al miedo que nos atenaza nos ofrece algo que lo supera con creces: el Consolador, el Espíritu Santo, aquel que da testimonio de Dios en todo momento, porque es el mismo Dios.
Acudamos con frecuencia al Espíritu Santo para que nos ayude a vencer estos temores y afrontar cada día con la esperanza de los hijos de Dios.