Evangelio (Jn 15,9-17)

Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa. Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Esto os mando: que os améis los unos a los otros.


Comentario al Evangelio

En el contexto de la Última Cena, Jesús profundiza en su enseñanza sobre la naturaleza del amor, al que, una y otra vez, pone en relación con la vida y la alegría. El pasaje de la misa de hoy está precedido por el de la vid y los sarmientos: estos, unidos a la vid, reciben de ella la vida y la capacidad de dar fruto. Quien pone en movimiento todo ese proceso es el labrador, que es el Padre. En Cristo, los sarmientos se unen al Padre y reciben del Padre. Estar unidos a la vid es estar unidos a Cristo, permanecer en él. Y permanecer en él significa permanecer en sus palabras: escucharlas activamente y hacerlas vida propia. De ahí surgirá un fruto abundante, motivo de alegría para el Padre, para el Hijo y para los unidos a Cristo; en todo ello será glorificado el Padre: el mundo podrá presenciarlo como amor y como vida.

¿Y cómo permanecemos unidos a Jesucristo? Por la fe y el amor. ¿Y qué pone en movimiento nuestro amor? El amor recibido. El que no ha sido amado no sabe qué es el amor, aunque ese amor esté en su interior, porque solo se despierta ante la experiencia del amor recibido. Del amor dirigido “a mí”. En Jesús vemos cómo ese amor de Dios, ya experimentado de algún modo en la naturaleza y en la historia de Israel, por ejemplo, aunque como un amor “más abstracto”, dirigido a toda la humanidad o a un pueblo concreto, ahora viene “a mí”. Cuando oramos con la vida de Jesús, experimentamos ese amor personal, ese amor extraordinario, que se acerca a todos y cada uno de nosotros, que se acerca a mí en concreto. Experimentamos su mirada amorosa. Así lo expresa San Pablo: “Vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,20).

Ese amor es un cierto conocimiento, porque abre de par en par nuestro ser a la comprensión de que solo en él nos unimos a la fuente de la vida que es el Padre. Cristo, el Hijo, permanece en el amor del Padre, y no puede ser de otro modo, por la total apertura, aceptación y entrega –identificación de su voluntad–, que tiene con el Padre. En Cristo vemos que identificarse con la voluntad del Padre –amar al Padre– no es algo ajeno a lo que somos, sino que es precisamente el camino para ser realmente nosotros, para alcanzar nuestra plenitud. Las palabras de Jesús que nos ofrece el evangelio de hoy nos están diciendo que los mandamientos del Padre no son algo ajeno a nosotros, algo que viene de fuera, sino que son como nuestro ADN espiritual: nos recuerdan quiénes somos, de qué estamos hechos, aquello a lo que aspiramos.

En el corazón de ese ADN espiritual está el mandamiento del amor mutuo, pero de un amor cuya medida solo podemos captar mirando a Cristo. Hoy día se usa la palabra amor para muchas cosas y, en cierto modo, su sentido ha quedado diluido. El amor que hemos conocido y experimentado en Cristo es amor dádiva, amor don, amor entrega, amor servicio. Jesús nos ha mirado como el Padre nos mira, nos ha amado como el Padre nos ama. Nos ha llamado “amigos”. Ojalá tuviéramos ilusión por mirar así a quienes nos rodean, ilusión por profundizar en lo que significa esa “amistad”. Jesús quiere compartir con nosotros lo que él comparte con el Padre. Nos abre su corazón para derramar en el nuestro sus gracias. Como hace el Padre, él ha puesto su mirada en nosotros antes de que nosotros la hayamos puesto en él. Esto es un “amor primero”. Amor que se ha afincado en nuestros corazones por el bautismo.

¿Qué significa que él nos ha elegido? Significa que él se ha acercado a nosotros cuando nosotros estábamos lejos. Significa que ha venido a sanar nuestro corazón y a abrir lo que estaba cerrado. Éramos como una semilla incapaz de abrirse, de morir para dar paso a la planta e iniciar así un proceso de vida que ya no deja de crecer y expandirse. Para iniciar algo que permanece. Sólo en Cristo somos capaces de aprender lo que es el amor y de amarnos unos a otros, porque en él hemos tenido una luz que nos ha iluminado, nos ha abierto, nos ha empujado a ir, como él, al encuentro de los demás. Todo cristiano está llamado a ser emisario de ese amor primero, el amor de Cristo, para los que le rodean. Somos eslabón de la instauración del Reino de Dios en los corazones.