Evangelio (Mc 1,40-45)

Y vino hacia él un leproso que, rogándole de rodillas, le decía:

— Si quieres, puedes limpiarme.

Y, compadecido, extendió la mano, le tocó y le dijo:

— Quiero, queda limpio.

Y al instante desapareció de él la lepra y quedó limpio. Enseguida le conminó y le despidió. Le dijo:

— Mira, no digas nada a nadie; pero anda, preséntate al sacerdote y lleva la ofrenda que ordenó Moisés por tu curación, para que les sirva de testimonio.

Sin embargo, en cuanto se fue, comenzó a proclamar y a divulgar la noticia, hasta el punto de que ya no podía entrar abiertamente en ninguna ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios. Pero acudían a él de todas partes.


Comentario al Evangelio

En este pasaje del Evangelio se nos presenta una nueva curación milagrosa llevada a cabo por Jesús que, además, está cargada de un gran contenido simbólico.

Según las prescripciones del Levítico la lepra no era considerada sólo como una enfermedad, sino también como un grave tipo de impureza ritual que lleva consigo la obligación de estar aislado mientras perdurase (Lv 13,1-59). Correspondía a los sacerdotes diagnosticar a quienes presentaban los síntomas, así como certificar la curación, si es que llegaba a producirse.

Es fácil hacerse cargo de los sufrimientos que implicaba a las personas que la contraían, ya que, además de las graves molestias propias de la enfermedad, debían abandonar sus casas y sus pueblos y vagar por lugares deshabitados, lejos del contacto con otras personas. Tener lepra era como estar muerto en vida, alejado tanto de la vida civil como de la religiosa. Por eso, también su curación es como una resurrección.

Aquel hombre leproso, al ver desde lejos que Jesús pasaba con sus discípulos por algún camino de la zona en la que estaba, sentiría removerse su corazón con la esperanza de que pudiera hacer algo por él. Por eso se acerca al Maestro y, todavía lejos, arrodillado en su presencia, le habla lleno de confianza en que Jesús tenía poder para hacerlo. A la vez se dirige al Señor de modo muy respetuoso con lo que decidiera hacer finalmente: “Si quieres, puedes limpiarme”.

Jesús se compadeció al instante de este hombre, se acercó a él, extendió su mano para tocarlo y le dijo: “Quiero, queda limpio”. E inmediatamente se produjo su curación. El hecho de extender la mano y tocar el cuerpo llagado del leproso, pone de manifiesto que Dios, de ordinario, se quiere servir de gestos, de signos sensibles, que por la acción divina son eficaces. El simple hecho de tocar no cura, pero el poder de Dios a través de ese gesto, sana en profundidad a aquella persona.

Es algo análogo a lo que sucede en los sacramentos, que fueron instituidos por nuestro Señor Jesucristo. Son signos sensibles que, por la acción divina que actúa en ellos, producen eficazmente la gracia que significan.

En la lepra se puede ver un símbolo del pecado, que es la verdadera impureza del corazón, que lleva consigo un alejamiento de Dios. A diferencia de lo que establecían las antiguas normas rituales del Levítico la enfermedad física no nos separa de Dios, sino la culpa, las manchas morales y espirituales del alma.

También en ocasiones podemos sentirnos manchados por nuestras faltas y pecados, e incapaces de salir con nuestras propias fuerzas de esa situación. Entonces es el momento de dirigirnos a Jesús con la misma fe fuerte de aquel hombre: “Si quieres, puedes limpiarme”. Y, si nuestro corazón está decidido a apartarse del mal con la ayuda del Señor y acudimos al sacramento de la Reconciliación, también podremos experimentar la eficacia de sus palabras: “Quiero, queda limpio”.

Los pecados que hayamos podido cometer -aunque hayan llegado a producir la muerte del alma, como las manchas en la piel de aquel leproso lo habían hecho morir en cierto modo- quedan limpios cuando los confesamos humildemente. En este sacramento, Jesucristo, con infinita misericordia, nos renueva y reconforta por medio de sus ministros, permitiéndonos recomenzar una nueva vida llena de paz y alegría.