Evangelio (Jn 3,31-36)
El que viene de lo alto está sobre todos. El que es de la tierra, de la tierra es y de la tierra habla. El que viene del cielo está sobre todos, y da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio confirma que Dios es veraz; pues aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, porque da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos. El que cree en el Hijo tiene vida eterna, pero quien rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.
Comentario
En este breve pasaje, puesto en boca de San Juan Bautista, se nos ofrece un resumen de la revelación de Jesús, a través del testimonio del Espíritu.
El tema principal es la relación entre el Padre y el Hijo y el testimonio tan especial que «el que viene de lo alto», Cristo, nos ofrece del Padre.
Todos los profetas –también Juan Bautista, como el último de ellos– dieron testimonio de la luz, pero no eran la luz (cfr. Jn 1,7-8). Jesucristo es la luz del mundo no porque hable las palabras de Dios, sino porque es propiamente la Palabra de Dios.
Ganar altura implica alcanzar una mayor perspectiva. La superioridad de Jesús es aquella de quien está en lo alto, de quien viene del cielo y ha visto las cosas como realmente son.
Hace unos días, durante la Semana Santa, contemplamos a Jesús colgando del madero en el Calvario, un lugar elevado. Desde esa altura, tendría más perspectiva que los que estaban abajo.
Por eso, muchas veces los que sufren entienden la vida de una manera más profunda. Quien está clavado en una cruz tiene la oportunidad de observar la realidad como Dios la mira desde el cielo. Pero depende siempre de si la acepta o la rehúye.
A veces es difícil de aceptar, pero la superioridad de la que habla Jesús no se consigue dominando, sino cargando nuestra cruz hasta nuestro calvario personal. Creer en el Hijo de Dios significa seguirle hasta el final.
«Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mc 8,34). En este seguimiento de Cristo nos jugamos nuestro creer. Por eso, en cierta manera, la fe es un cambio de perspectiva, que no depende tanto de cómo lo vemos nosotros, sino de la altura que dejamos que Cristo alcance en nuestro interior.