En un solemne acto que dio comienzo en la plaza San Martín de la ciudad de Villa María, el pasado domingo a las 20 horas, se llevo a cabo la apertura del Jubileo de la Esperanza en toda la diócesis villamariense, que culminó en la Iglesia Catedral Santuario de esta ciudad, con el obispo diocesano Samuel Jofre, cleros de la región, y el pueblo de Dios congregado en este acontecimiento jubilar. En su alocución, dentro de la homilía de la santa misa, monseñor Samuel manifestó lo siguiente, con un espíritu de encuentro y enseñanza de cara al tiempo que se inicia para los cristianos con este jubileo:
«Dios nos saca a nosotros. Ya son dos mil veinticinco años del nacimiento de Cristo. Y Cristo quiso hacerse hombre verdadero. Por eso quiso nacerse de una familia. Y quiso tomar nuestra humanidad, como nosotros, de una familia. Esa es la medida. Seguir dando la vida, seguir creando tracción en la familia por medio de Dios. Seguir educándonos por la familia. Seguir haciendo comunidad principalmente por la familia. La familia no es una comunidad cualquiera. No es una ciudad sobre el matrimonio. Allí hay igualdad de identidad. Marido, mujer, hijos, todos tienen la misma dignidad humana, pero son distintos. Cada uno tiene su peculiaridad, pero esa diversidad no es oposición, no es conflicto, es complementariedad. Y allí hay fecundidad.
La fecundidad, antes que los hijos, está en el amor. El amor siempre es fecundo, porque el amor se da. Y el amor, al darse justamente entre los esposos, siempre irradia amor en torno. Aunque tenga como lógico fruto notable, particularmente intenso, los hijos. Pero incluso en el caso de los matrimonios a los cuales Dios no les concede tener hijos, siempre hay fecundidad. Y por eso hay esperanza. Porque solo el que espera, comparte la vida. El que no espera, tiene miedo de perder, y por eso no comparte la vida. Es egoísta, está cerrado. Para poder compartir, hace falta tener esperanza. Y los hijos son, por lo tanto, una expresión de esa esperanza. Y lo contrario, quien no tiene hijos, mejor dicho, quien no quiere tener hijos, es porque no tiene esperanza. Más de una vez ocurre que Dios manda a los hijos más allá de la voluntad o del deseo de los padres. Y es también esto una fuente de esperanza. Es por eso preocupante la pérdida del deseo de tener hijos por parte de los pobres. Es preocupante porque es signo de una grave desesperanza, una grave falta de ilusión, falta de generosidad para compartir la vida. Y es también la falta de hijos un motivo de avidez, de desierto, de sequedad espiritual para la familia, para los que quieren ser abuelos y no lo son, para los tíos, para la familia toda. Es una avidez que hace mucho daño.
Por eso que tenemos la ilusión de que también en este Año Santo se renueve la vida de la familia, se renueve el amor, se renueve la generosidad y se renueve así la esperanza que nos defiende. ¿Por qué Año Santo? Siguiendo una antiquísima tradición ya del pueblo judío que tenía el Año Santo cada 50 años en la Iglesia hace muchos siglos ya, lo celebramos cada 25 años. Para que, en lo posible, a nadie le falte un Año Santo en su vida. Es un tiempo de gracia. Dios actúa en el tiempo y los humanos necesitamos esos tiempos especiales. Se suelen hacer muchas bromas entre nosotros de que el lunes que viene empiezo la dieta, el año que viene me recibo, el mes que viene me decido. ¿Por qué esas bromas? Porque es verdad que en el tiempo nosotros encontramos momentos propicios y por eso Dios quiere actuar también con esa gracia. ¿Para qué? Para renovar nuestras vidas en todo sentido. Espiritualmente, ante todo, pero también en otras dimensiones humanas que pueden estar necesitando esa renovación.
Y la renovación tiene un gesto principal que es el perdón. Es un tiempo particularmente favorable para encontrar, para recibir el perdón. El perdón de los pecados. Y también para purificarnos de todas las reliquias del pecado. Cuando pecamos muchas veces nos arrepentimos, pero queda en nosotros y en la sociedad como un desorden. Cometí una ofensa, sí, robé, me apegué indebidamente a un placer, me arrepiento, me confieso, Dios me perdona, pero queda flotando en el aire y en mi interior un desorden. Y es momento para renovarnos, para ordenar nuestras vidas, para ser penitentes. Y también para ganar indulgencias. Porque esta renovación, esta limpieza interior de todas las reliquias del pecado tiene las indulgencias, tiene en este año santo una particular facilidad y generosidad. Así, enriquecidos por el perdón de Dios y las indulgencias, se despierta en nosotros una nueva generosidad. ¿Cómo podríamos ser mezquinos con los demás cuando Dios es tan generoso con nosotros? Sería miserable, indigno. Y estamos seguros que no queremos que sea así. Queremos interiormente ilusionarnos con algo mucho mejor. La ilusión final es la del cielo. Despertar en nosotros una vez más el anhelo del cielo.
También en este sentido se suelen hacer bromas entre nosotros de que queremos irnos al cielo, pero todavía no. Estamos muy apegados a la vida de este mundo. Comprensible que es un tiempo propicio para ilusionarnos con el cielo. Lo mejor está por venir. Y esta nueva ilusión del cielo nos traerá también una vida mejor aquí en la Tierra. Por supuesto que para hacer esta renovación no podemos contar con nuestras fuerzas. La fuerza la da el amor de Dios. Y la fe es la certeza de que Dios me quiere y de que Dios me quiere perdonar, de que Cristo nació pobre por mí y murió en la cruz por mis pecados, pero resucitó, está vivo y está presente y actuando en la iglesia. Por eso estamos aquí. Y esa certeza de fe provoca lógicamente la confianza para confesar nuestros pecados. El perdón viene principalmente por allí. Por el reconocimiento de mis culpas, que no es una tortura, no es un castigo, es la libertad. Reconocer mis culpas me da una apertura nueva al amor de Dios y decíamos, consecuentemente, también al amor al propio. Si Dios me quiere tanto, yo también tendré la libertad y la generosidad para querer mucho a los demás. Esa certeza nos provoca un nuevo movimiento y provoca en toda la sociedad un dinamismo de generosidad, de reconciliación, de orden, de paz.
Demos gracias a Dios por todo ello. La esperanza Dios quiere que sea para todos. Y Dios nos invita, además de acoger la esperanza para nosotros mismos, a ser particulares signos de esperanza para los demás. Pensé, ¿Cómo puedo yo ser signo de esperanza para los demás? Seguramente muchas veces desilusioné a otros, muchas veces provoqué desánimo en otros, con mis pecados, con mis fracasos, con mis torpezas. Hoy podemos, estamos llamados particularmente a ser signos de esperanza. Resulta más fácil hacerlo para los necesitados. Hay gente que está desesperanzada porque vive en una riqueza superflua y entonces tiene un cierto como hastío de las cosas. No porque sea pobre, al contrario, porque es rico, porque tiene muchos bienes de este mundo, no solamente dinero, a veces otras satisfacciones, y encuentra que nada de eso le llena el alma y por lo tanto surge ese vacío. A esas personas resulta más difícil llegar. Pero también a ellos tenemos que darles la esperanza, procurando que se abran al amor. Pero más fácil resulta ser signo de esperanza y Dios nos invita especialmente para aquellas personas necesitadas. Los enfermos, los ancianos, los jóvenes que a veces no tienen ilusión, los presos, los discapacitados, los pobres, todos ellos necesitan nuestro signo de esperanza.
Lo mejor está por venir, es el cielo, pero también es una vida nueva, renovada por la fe, renovada por la esperanza, renovada por el amor. Vamos este año a dejar los rancores, a dejar, por supuesto, si hubiera algún odio, si hubiera cualquier mezquindad, lo dejamos, lo dejamos atrás y nos abrimos a esta novedad de Dios. Y como Dios es tan generoso, quiere que esta indulgencia, esta generosidad llegue hasta las almas purgatorias. Y también habrá fiesta en el cielo, porque con nuestras indulgencias ofrecidas como sufragios por los difuntos, haremos de mucha gente entre el cielo y podremos unirnos con particular cariño con nuestros padres, con nuestros abuelos, con otras personas queridas por nosotros que ya han partido, haciéndoles un bien inmenso. Hay fiesta, hay fiesta en la tierra y habrá fiesta en el cielo también gracias a este año santo. Con tanta generosidad, con tanta renovación, con tanta esperanza, lógicamente habrá alegría.
Cristo nació por nosotros, Cristo está con nosotros y por lo tanto tenemos alegría. Si alguno dudara, nos dice el Papa, viene la Virgen a ayudarnos y nos dice, como a San Juan Diego allá en Guadalupe, en México, esa preciosa frase que interpela, sacude y renueva. No estoy yo aquí, que soy tu madre. La Virgen nos dice a cada uno de nosotros, no estoy yo aquí, que soy tu madre. Vamos, queden atrás todos los temores, queden atrás todas las destituciones, queden atrás todos los rencores, queden atrás todas nuestras miserias. Cristo ha venido a renovar el mundo y se abre hoy un año de gracia particular para todos los cristianos con este año santo. Que así sea».