¡CÓMO NOS llena de esperanza la cercanía de Jesús a quienes le necesitan, que vemos una y otra vez en los evangelios! Hoy contemplamos la curación de un paralítico, del que nadie se acordaba, que yacía junto a la piscina de Betzata. Las excavaciones han aclarado que esta piscina contaba con cinco pórticos, según la describió san Juan: consistía en dos estanques separados y, entre ellos, se había construido el quinto pórtico, que se sumaba a los cuatro laterales. Allí se congregaba «una muchedumbre de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos» (Jn 5,2). Existía la creencia, en efecto, de que un ángel del Señor descendía cada cierto tiempo a mover el agua, y quien se metía primero en la piscina quedaba curado.
Jesús se acerca a aquella multitud dolorida. Entre la masa de personas, se fija en este paralítico, que probablemente es el más desvalido y abandonado. Y, por iniciativa propia, se ofrece a sanarlo, preguntándole: «–¿Quieres curarte? El enfermo le contestó: –Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se mueve el agua; mientras voy, baja otro antes que yo. Le dijo Jesús: –Levántate, toma tu camilla y ponte a andar. Al instante aquel hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar» (Jn 5,6-9).
Cristo, a través de los sacramentos, puede estar incluso más cerca de nosotros que en aquel encuentro. Y, como al paralítico del evangelio, nos ofrece continuamente su curación.