Evangelio (Lc 9,51-56)

Y cuando iba a cumplirse el tiempo de su ascensión, decidió firmemente marchar hacia Jerusalén. Y envió por delante a unos mensajeros, que entraron en una aldea de samaritanos para prepararle hospedaje, pero no le acogieron porque llevaba la intención de ir a Jerusalén. Al ver esto, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron:

—Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?

Pero él se volvió hacia ellos y les reprendió. Y se fueron a otra aldea.


Comentario al Evangelio

El breve episodio que nos narra san Lucas en el evangelio de hoy nos sirve para meditar en la grandeza de la paciencia.

Comienza una nueva etapa en la misión del Maestro: «Y cuando iba a cumplirse el tiempo de su ascensión, decidió firmemente marchar hacia Jerusalén» (v. 51). El Señor está determinado en ir hacia la ciudad santa, donde daría la vida por nosotros. Su voluntad es firme, pero se encuentra rápidamente con un obstáculo: la gente del pueblo por el que pasaría no quieren recibirlo.

Santiago y Juan no toleran la falta de hospitalidad de los samaritanos y piden un castigo ejemplar: ¡que arda el pueblo! La reacción de los apóstoles puede parecer totalmente desproporcionada. Sin embargo, el Antiguo Testamento recoge algunos pasajes de castigos fuertísimos a pueblos enteros, e incluso en los Salmos se pueden encontrar peticiones tan duras contra los adversarios como: «Que les caigan encima ascuas encendidas, que los arroje en el abismo profundo y no puedan levantarse» (Salmo 140,11). Quizá Santiago y Juan piensan que esos castigos ejemplares de antaño tendrían que repetirse entonces.

Pero Jesús los reprende. Nos anuncia ya, con este sencillo gesto, cuál va a ser su actitud ante la gente que lo rechazará en el momento de la Pasión. Su respuesta es la paciencia. Jesús nos ha salvado a través de su paciencia. Lo comentaba Benedicto XVI al iniciar su pontificado: «El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres»[1].

El evangelio nos dice que Jesús sigue su camino por otra ruta. Jesús está dispuesto a condescender, pero no se detiene en su misión. La paciencia y la comprensión no son aliadas de la pasividad; al contrario, estas virtudes nos permiten encontrar las soluciones más efectivas, que no suelen ser intempestivas o violentas. El amor paciente siempre da fruto, aunque sea a largo plazo.


[1] Benedicto XVI, Homilía en el inicio de su pontificado, 24 de abril de 2005.