Evangelio (Mt 13, 36-43)
Entonces, después de despedir a las multitudes, entró en la casa. Y se acercaron sus discípulos y le dijeron:
—Explícanos la parábola de la cizaña del campo.
Él les respondió:
—El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del Reino; la cizaña son los hijos del Maligno. El enemigo que la sembró es el diablo; la siega es el fin del mundo; los segadores son los ángeles. Del mismo modo que se reúne la cizaña y se quema en el fuego, así será al fin del mundo. El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles y apartarán de su Reino a todos los que causan escándalo y obran la maldad, y los arrojarán en el horno del fuego. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. Quien tenga oídos, que oiga.
Comentario al Evangelio
Para entender bien el evangelio de hoy, con la explicación del Señor de la parábola de la cizaña, sin duda es necesario leer antes el texto completo, es decir los versículos 24 al 30 del mismo capítulo de San Mateo, que hemos leído el sábado pasado. Esa lectura nos aclara el origen de la cizaña: el que la sembró fue un enemigo del propietario del campo.
Eso explica también la sorpresa de los siervos que, un buen día, descubrieron el campo de trigo cubierto con esta planta nociva. Hay que decir que, en las primeras semanas, las dos plantas —el trigo y la cizaña— se parecen mucho, hasta el punto de que es muy difícil distinguirlas. Por eso el Señor les aconseja que esperen hasta la siega, para no arrancar involuntariamente el buen trigo.
El Señor dice que el campo es el mundo y el enemigo el diablo. Sin caer en el pesimismo, podemos afirmar que lo comprobamos prácticamente a diario en la mayor parte de los países. Pero esa explicación no excluye otra un poco más personal, en la que el campo es nuestra alma. Dios siembra en ella su gracia, como lo veíamos ayer, y el diablo la cizaña, los malos deseos.
¿Qué hacer? En el terreno personal, es sin duda alguna indispensable reaccionar lo antes posible, sin esperar el fin de los tiempos. Lo que exige una de las prácticas de piedad que se ha vivido siempre en la Iglesia: el examen de conciencia. ¿Su objeto?: a la vez los temas personales y nuestra responsabilidad en la marcha de los asuntos del mundo en el que vivimos.