Evangelio (Lc 21,12-19)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
— Pero antes de todas estas cosas os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: esto os sucederá para dar testimonio. Así pues, convenceos de que no debéis tener preparado de antemano cómo os vais a defender; porque yo os daré palabras y sabiduría que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis entregados incluso por padres y hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán a causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.
Comentario al Evangelio
Continúa el discurso escatológico de Jesús con sus vaticinios sobre los últimos tiempos. Esta vez, el presagio parece todavía más inquietante: la persecución a los propios discípulos de Jesús, por causa de su nombre.
Y así sucedió en la primitiva comunidad cristiana, poco después de que el Espíritu Santo descendiera sobre los Apóstoles. Ellos actuaban en nombre de Jesús, sin miedo, a pesar de los encarcelamientos, los malos tratos: nada los frenaba. Acudían a la oración, y recibían la fuerza del Espíritu Santo (cf. Hch 4,24-31).
El primer mártir, Esteban, “hacía grandes prodigios y señales entre el pueblo” (Hch 6,8), y los que le escuchaban “no podían resistir la sabiduría y el Espíritu con que hablaba” (8,10). Todo se cumplía tal como había vaticinado Jesús, porque aquellos discípulos confiaban profundamente en Él. Y valoraban más la salvación de las almas que su propia vida. No solo eso, estaban “gozosos (…) porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa del Nombre” (Hch 5,41).
En verdad, aquel rechazo de la palabra evangelizadora de los apóstoles era el camino previsto por Dios para que su mensaje llegase a muchos hombres y mujeres: “la palabra de Dios se propagaba, y aumentaba considerablemente el número de discípulos en Jerusalén” (Hch 6,7).
Nos admiramos ante la perseverancia de los primeros cristianos, por medio de la cual no solo salvaron sus almas, sino la de miles de personas. Pero la persecución a la Iglesia no ha cesado a lo largo de los siglos: es como un signo de su vitalidad, de su perenne juventud.
Y hoy Jesús y su Espíritu siguen vivificando las almas de tantos cristianos que no temen dar su vida por el Evangelio, rezando también por sus perseguidores, pues los aman y los perdonan, fieles a las palabras y al ejemplo de Jesús: “amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen” (Mt 5,44); “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
Así hizo Esteban, antes de morir lapidado: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado” (Hch 7,60). Necesitamos esa misma actitud de oración, perdón y perseverancia en el bien en nuestro vivir cotidiano cuando nos encontramos con quienes parecen oponerse a la misión de la Iglesia.