Evangelio  (Mt 7, 21-29)

«No todo el que me dice «Señor, Señor» entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.

Aquel día muchos dirán: «Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre hemos echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?».

Entonces yo les declararé: «Nunca os he conocido. Alejaos de mí, los que obráis la iniquidad».

El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca.

El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se derrumbó. Y su ruina fue grande».

Al terminar Jesús este discurso, la gente estaba admirada de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como sus escribas.


Comentario al evangelio

Jesús aprovecha cualquier ocasión para enseñar a sus discípulos. Le ilusiona ayudarnos a entrar en contacto con su Padre, que se complace en nosotros. En este discurso, Cristo nos habla de qué decir en la oración, pero sobre todo de cómo escuchar. Sus lecciones son prácticas. Con la ayuda del Espíritu Santo podemos aprenderlas una y otra vez, sin cansarnos de comenzar y recomenzar en el arte de la oración. En nuestros corazones late esa petición humilde de los apóstoles a Jesús: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1).

«No todo el que me dice “Señor, Señor» entrará en el reino de los cielos» (Mt 7,21). Jesús deja claro que la oración es el camino para entrar en el cielo, para vivirlo ya aquí en nuestra peregrinación hacia la casa del Padre. Sin embargo, ¿dónde se esconde el fraude de la oración hecha de esa forma? La respuesta podría estar en las siguientes palabras: «¿No hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre hemos echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?» (Mt 7,22). Quien se dirige así a Dios, puede que no le oiga porque se escucha sobre todo a sí mismo. En el fondo, comienza con un “Señor, Señor”, pero está anclado en el monólogo autorreferencial. Por eso, como decía san Josemaría, es necesario «que nuestro clamar ¡Señor! vaya unido al deseo eficaz de convertir en realidad esas mociones interiores, que el Espíritu Santo despierta en nuestra alma» (San Josemaría, Amigos de Dios, n. 243).

Si queremos aprender a rezar de verdad, Jesús nos anima a acoger la palabra de Dios, a convertirla en nuestra roca. No son nuestras obras las que nos sostienen, sino su palabra, esa que nos habla sobre todo de su amor incondicional. Poner en práctica la palabra divina no implica realizar todo a la perfección, sino acogerla como un verdadero don, incluso cuando nos pide cosas difíciles, o no tenemos fuerzas ni ganas de escucharla. «Mejor es para mí la Ley de tu boca que montones de oro y plata» (Sal 119,72). Así, ni la lluvia de nuestras debilidades, ni los ríos desbordados de nuestras pasiones, ni los vientos de las dificultades podrán hacernos naufragar: «Me alcanzan angustia y tribulación, pero tus mandamientos son mi gozo» (Sal 119, 143).

Hoy podemos aprender de santos que, sin estar canonizados, tienen a Jesús en el centro de sus vidas. Son «los más pequeños; los enfermos que ofrecen sus sufrimientos por la Iglesia, por los demás, […] tantos ancianos solos que rezan […]; tantas mamás y padres de familia que llevan adelante con mucho trabajo su familia, la educación de los hijos, el trabajo cotidiano, los problemas, pero siempre con la esperanza en Jesús […]; sacerdotes que no se hacen ver, pero que trabajan en las parroquias con mucho amor: la catequesis a los niños, la atención a los ancianos, los enfermos, la preparación a los recién casados. Y todos los días lo mismo, lo mismo, lo mismo. No se cansan porque en su cimiento está la roca». Por eso se les puede denominar los «santos de la vida cotidiana». Su testimonio nos invita a meditar en la «santidad oculta que existe en la Iglesia, la de los cristianos no de apariencia sino fundados en la roca, en Jesús» (Francisco, Homilía, 4-XII-2014).