Evangelio (Mt 13, 18-23)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

“Escuchad, pues, vosotros la parábola del sembrador. A todo el que oye la palabra del Reino y no entiende, viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: esto es lo sembrado junto al camino. Lo sembrado sobre terreno pedregoso es el que oye la palabra, y al momento la recibe con alegría; pero no tiene en sí raíz, sino que es inconstante y, al venir una tribulación o persecución por causa de la palabra, enseguida tropieza y cae. Lo sembrado entre espinos es el que oye la palabra, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra y queda estéril. Y lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y produce el ciento, o el sesenta, o el treinta.


Comentario al Evangelio

La parábola del sembrador fue denominada por el papa Francisco como “la madre” de todas las parábolas, porque nos habla de dos cosas esenciales: de la escucha de la Palabra Divina, y de cómo funciona el corazón de Dios, que esparce su semilla en todas las personas sin distinción (cfr. Ángelus, 12 de julio de 2020).

Pero además, es una de esas parábolas en las que contamos no solo con su narración, sino también con una explicación ofrecida por el mismo Jesús. Él, a la vez que nos revela el corazón del Padre, nos permite asomarnos a nuestro propio corazón, con el deseo de predisponernos mejor y convertirnos en tierra fértil.

Como podemos notar, el Señor alerta sobre tres obstáculos que impiden el desarrollo armonioso de la semilla divina en nuestra alma: no entender, no tener raíz, vivir preocupado y seducido. Esos tres escenarios pueden terminar ahogando una Palabra que podía llenar nuestra vida de alegría, convirtiéndola en una vida estéril.

Primero, no entender. Evidentemente, Jesús no se refiere a la imposibilidad de abarcar los misterios divinos: por ejemplo, nunca entenderemos del todo la Santísima Trinidad. El Señor se refiere a la actitud interior. Si en nuestra vida falta la disposición a estudiar las cosas, a dedicar horas a conocer mejor la fe, a abrazar la fecundidad del silencio, difícilmente podremos dar el fruto esperado. Nos quedaremos en la superficialidad, en el ruido, en la ideología.

Segundo, no tener raíz. Es como el sueño que tuvo una vez san Josemaría: las personas que quieren ser santas, pero no tienen vida interior, van por el mundo inciertas, inseguras, como una persona que viaja en avión pero montada sobre las alas (cfr. Amigos de Dios, 18). Sin oración, sin la Eucaristía, sin sacramentos, sin piedad, no puede haber fruto.

Tercero, vivir preocupado y seducido. Tampoco los que queremos seguir a Cristo estamos exentos de la tentación de la vanidad, de la riqueza, del éxito, del lujo, del deseo de seguridad económica. Fácilmente podemos olvidar que el fruto de nuestro trabajo es para Dios, y que lo demás es polvo y ceniza.

Por eso, nada mejor que acudir al terreno fértil por excelencia: María Santísima. Ella, con su paciencia de Madre, podrá ir arrancando todo lo que en nuestra vida sea un estorbo para que la Palabra dé fruto. A veces dolerá, pero es necesario: no podemos olvidar que “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo” (Juan 12, 24).