Evangelio (Lc 8,19-21)

Vinieron a verle su madre y sus hermanos, y no podían acercarse a él a causa de la muchedumbre. Y le avisaron:

— Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte.

Él, en respuesta, les dijo:

— Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen.


Comentario al Evangelio

Contemplamos a Jesús sentado, rodeado de la muchedumbre, a la que instruye con su palabra. Él mismo es la Palabra divina hecha carne, como esa lámpara que no debe ocultarse bajo una vasija, sino que, puesta sobre el candelero (cf. Lucas 8,16), ilumina las conciencias de todos. Entre esa muchedumbre nos encontramos nosotros. Queremos ser como Samuel, de quien dice la Escritura que mientras crecía, su cercanía y atención al Señor era tal que ninguna de las palabras que Dios le dirigía cayó en vacío (cf. 1 Samuel 3, 19); o como María de Betania, que “sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra” (Lucas 10,39).

Inesperadamente algunos de los presentes interrumpen a Jesús para avisarle de que fuera están su madre y otros familiares. Andan buscándole, quizá porque la conversación se ha prolongado más de lo debido. Era ya habitual: la muchedumbre gozaba al escuchar al maestro de Nazaret; todos “se quedaban admirados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene potestad y no como los escribas” (Marcos 1,22). Jesús aprovecha la interrupción para desvelar algo inesperado: el verdadero parentesco con Jesús procede, más que de los lazos de la sangre, de la escucha de su palabra.

Así actuaba María, la madre de Jesús: antes de concebirlo en su seno escuchaba a Dios, ponderaba en su corazón esas palabras, y las ponía por obra. Y así dio como fruto virginal al mismo Hijo de Dios. Ella es modelo de los discípulos de Jesús. Escuchándole e identificándonos con sus enseñanzas no solo somos sus discípulos sino que nos convertimos en hermanos de Jesús, hijos de un mismo padre. Solo así podremos dar fruto: que muchos descubran su parentesco con Dios, su filiación divina.