Evangelio (Lc 8,16-18)

Nadie que ha encendido una lámpara la oculta con una vasija o la pone debajo de la cama, sino que la pone sobre un candelero para que los que entran vean la luz. Porque nada hay escondido que no acabe por saberse; ni secreto que no acabe por conocerse y hacerse público. Mirad, pues, cómo oís: porque al que tiene se le dará; y al que no tiene incluso lo que piensa tener se le quitará.


Comentario al Evangelio 

La parábola de Jesús es sencilla: no tiene sentido encender una luz para que no ilumine, o pretender acoger a unos huéspedes en una casa que está completamente a oscuras. Antes hay que iluminarla, y luego ya los huéspedes pueden habitarla. Del mismo modo, el cristiano es alguien que lleva en su corazón la luz de Cristo, esa «luz verdadera, que ilumina a todo hombre» (Juan 1,9). El cristiano puede iluminar con su vida los lugares oscuros de este mundo. Para que no se le arrebate este poder, ha de perseverar en prestar atención, en «oír» bien, en abrir los oídos del alma a la palabra de Dios y estar siempre dispuesto a ser luz para los demás, para no convertirse en una lámpara apagada.

Esa luz ya fue sembrada en nuestro bautismo. Aquel día Dios nos otorgó la luz de la fe, fuimos hechos “hijos de la luz”. Fue el día más luminoso de nuestra vida. El sacerdote dijo a nuestros padres y padrinos, mientras les entregaba un cirio encendido: “Recibid la luz de Cristo”. Un gesto y unas palabras con los que la Iglesia nos invita a propagar esa luz. No tendría sentido que Alguien tan luminoso para el mundo como es el mismo Dios hecho Hombre quedase oculto, desconocido para las gentes. ¡Cuántos somos todavía los cristianos que brillamos poco con nuestra vida, con el ejemplo de nuestras buenas obras, con la palabra amistosa! Necesitamos pedir cada día a Dios que nos aumente la luz de la fe para que nuestro ejemplo arrastre y nuestra palabra mueva, sin que nos venza la tiniebla del desaliento.

«Es más fácil que el sol no caliente y no alumbre, que no que deje de dar luz un cristiano; más fácil que eso sería que la luz fuese tiniebla»[1]. Dios ha hecho del cristiano antorcha que ilumine el Camino, que muestre la Verdad, que señale dónde está la Vida verdadera. A él le toca corresponder para apartar de su vida todo obstáculo que haga disminuir la luminosidad del Evangelio.


[1] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, n. 15.