Evangelio (Mc 9,38-40)
Juan le dijo:
—Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros.
Jesús contestó:
—No se lo prohibáis, pues no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda a continuación hablar mal de mí: el que no está contra nosotros, con nosotros está.
Comentario al Evangelio
Desde muy temprano, Jesús quiso comunicar a sus discípulos algunos poderes como el de sanar enfermos o expulsar demonios. Ver al Maestro realizar estos signos sorprendería a sus discípulos. Pero no menos admiración les causaba que pudieran realizarlos ellos mismos y que hasta los demonios se les sometieran en su Nombre (cfr. Lc 10,17). El Señor anticipaba, en cierto sentido, la eficacia que iba a otorgar a su Iglesia a lo largo del tiempo, como partícipe y dispensadora de su triunfo sobre el mal.
Pero el evangelio de hoy nos cuenta que el discípulo Juan y algunos otros presenciaron cómo alguien que no era de su grupo realizaba también los mismos signos que ellos. Con una autoridad mal entendida y ejercida, se lo prohibieron.
Aquellos discípulos celosos, se habían adueñado de lo que tan solo eran dones recibidos y juzgaron a otros indignos de recibirlos también. Tuvieron al menos el talento de contarle al Maestro lo sucedido. La corrección de Jesús no se hizo esperar y la lección tampoco: “nadie que haga un milagro en mi nombre puede a continuación hablar mal de mí” (v. 39).
Todos podemos tener cierta tendencia a mirar con recelo a quien no pertenece al propio grupo, a quien no nos resulta familiar o cercano; a quien hace las cosas de otra manera o con otro espíritu. Esto les pasó a los discípulos. Jesús nos enseña a fomentar una mentalidad abierta, acogedora, universal.
La escena nos invita a no ser intolerantes con los demás, “a no oponernos al bien, venga de donde venga” (Beda, in Marcum 3,39), a no impedir que también otros realicen obras buenas, precisamente porque con ellas ya tendrían algo en común con nosotros, aunque no sean de nuestro grupo, familia o carisma. Por otro lado, no tiene sentido minusvalorar lo propio o querer cambiarlo, por el supuesto éxito espiritual ajeno.