Evangelio (Mc 9, 30-37)
Salieron de allí y atravesaron Galilea. Y no quería que nadie lo supiese, porque iba instruyendo a sus discípulos. Y les decía:
—El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto resucitará a los tres días.
Pero ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle. Y llegaron a Cafarnaún. Estando ya en casa, les preguntó:
—¿De qué hablabais por el camino?
Pero ellos callaban, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería el mayor. Entonces se sentó y, llamando a los doce, les dijo:
—Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos.
Y acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
—El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado.
Comentario al Evangelio
Las palabras del Señor son claras, pero el evangelista hace notar que “ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle”. Se resisten a admitir lo que Jesús les está diciendo. ¡Qué distinta es la lógica de Dios, que cuenta con el sufrimiento como camino a la gloria, frente a la lógica humana que rehúsa aceptar lo que no se desea ni complace los propios gustos!
Mientras Jesús se dirige decididamente hacia la Cruz ninguno de ellos se compadece de los sufrimientos que aguardan al Maestro y se apresta a servirle de apoyo, sino que enmarañan entre sí buscando egoístamente el propio provecho. ¡Qué torpes! Hubieran merecido justamente el rechazo de Jesús, pero no sucedió así. A pesar de sus evidentes limitaciones personales, Jesús no les retiró su confianza. “Qué decepción la de Cristo. Sin embargo –observa Mons. Ocáriz– les confió la Iglesia, como nos la confía ahora a nosotros, que también caemos en disputas y división”[1].
“¿Qué nos dice todo esto? –se preguntaba Benedicto XVI– Nos recuerda que la lógica de Dios es siempre ‘otra’ respecto a la nuestra, como reveló Dios mismo por boca del profeta Isaías: ‘Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos’ (Is 55, 8). Por esto, seguir al Señor requiere siempre al hombre una profunda conversión –de todos nosotros–, un cambio en el modo de pensar y de vivir; requiere abrir el corazón a la escucha para dejarse iluminar y transformar interiormente”[2].
Dios, que es realmente grande, no teme abajarse y hacerse el último. Jesús se identifica con el niño. Él mismo se ha hecho pequeño. En cambio, nosotros, que somos pequeños, nos creemos grandes y aspiramos a ser los primeros porque somos orgullosos. Seguir a Cristo es difícil, pero sólo el que se hace pequeño como él hará cosas grandes.
[1] Fernando Ocáriz, A la luz del evangelio, Unidad y división.
[2] Benedicto XVI, Ángelus, 23 de septiembre de 2012.