Evangelio (Jn 17,20-26)

En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre santo, no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí.

Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos».


Comentario al Evangelio

El Evangelio que la Iglesia nos invita a considerar hoy forma parte de la oración sacerdotal de Jesús durante la Última Cena. En el fragmento que hemos leído, Cristo pide de nuevo por la unidad entre todos los que creerán en Él a lo largo de la Historia.

Un padre de la Iglesia comentaba a este respecto que «todos nosotros, una vez recibido el único y mismo Espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos fundimos entre nosotros y con Dios. Pues aunque seamos muchos por separado, y Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, ese Espíritu, único e indivisible, reduce por sí mismo a la unidad a quienes son distintos entre sí en cuanto subsisten en su respectiva singularidad y hace que todos aparezcan como una sola cosa en sí mismo»[1].

El primer fruto de esta unidad de la Iglesia es la fe de todos los bautizados en Cristo y en su misión divina (vv. 21.23).

El Señor concluye esta plegaria pidiendo para que todos le acompañemos en el Cielo y podamos gozar para siempre de su gloria. Para ello, esta vez no emplea el verbo “rogar” sino “querer”, con lo que queda de manifiesto que esta petición es la más importante y que coincide con la voluntad de su Padre: que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (cfr. 1 Tm 2,4).

[1] San Cirilo de Alejandría, Commentarium in Ioannem 11,11.