DESPUÉS DE LA RESURRECCIÓN DE LÁZARO, los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín y dijeron: «¿Qué hacemos, puesto que este hombre realiza muchos signos? Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar y nuestra nación» (Jn 11,47-48). Entonces Caifás, que era el sumo sacerdote, tomó la palabra: «Conviene que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca toda la nación» (Jn 11,50). A partir de ese momento, el evangelista señala que las autoridades judías «habían dado órdenes de que si alguien sabía dónde estaba, lo denunciase, para poderlo prender» (Jn 11,57).
Muchas de esas autoridades llevaban ya bastante tiempo con la idea de acabar con Jesús, pero hasta ese momento no habían tomado una resolución firme. La resurrección de Lázaro les hizo tomar la decisión definitiva. Por eso, Caifás concluye que conviene que Jesús muera. Los allí presentes se convencen de haber adoptado una resolución justa, pues así evitarían que temblara la frágil paz pactada con las autoridades romanas y que las represalias acaben con el pueblo judío, aunque esta no era la verdadera razón por la que perseguían a Cristo.
Este modo de proceder refleja, de alguna manera, el proceso de toda tentación. «Generalmente actúa así: comienza con poco, con un deseo, una idea, crece, contagia a otros y, al final, se justifica»1. Y el corazón, sugestionado por la pasión, muchas veces se convence de la justicia torcida de este pensamiento. Pero el día a día del cristiano está marcado también por las inspiraciones del Espíritu Santo; Dios nos presenta numerosas ocasiones para enderezar nuestros impulsos hacia «los bienes eternos prometidos»2. Podemos pedirle al Paráclito que nos ayude a ser dóciles a sus consejos, a acoger las llamadas que nos dirige, y que nos conceda la sabiduría para no engañarnos con alguna tentación pasajera.
1 Francisco, Homilía, 4-IV-2020.
2 Oración sobre las ofrendas, Sábado V de Cuaresma.