Evangelio (Mc 16, 15-20)
Y les dijo: — Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno, no les dañará; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados. El Señor, Jesús, después de hablarles, se elevó al cielo y está sentado a la derecha de Dios. Y ellos, partiendo de allí, predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba y confirmaba la palabra con los milagros que la acompañaban.
Comentario al Evangelio
Cuarenta días después de la Resurrección, Jesucristo vuelve a reunirse con sus discípulos, los hombres y mujeres que le habían acompañado a lo largo de los tres últimos años, sus amigos íntimos.
Salen de Jerusalén camino de Betania. Atraviesan las calles y plazas de la ciudad y se dirigen al monte de los olivos.
En un momento dado, Jesús se para, los reúne en torno a él y les da un último mandato: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura”. Les mira y elevándose se despide bendiciéndoles.
Ellos, llenos de alegría, vuelven a la ciudad santa y desde allí comienzan a predicar la buena nueva por todo el mundo.
Ahora bien, ¿cómo es posible que unos hombres y mujeres atemorizados, sin grandes cualidades, se lancen a semejante aventura? ¿Cómo es posible que vuelvan a Jerusalén llenos de alegría, si Jesucristo acaba de despedirse de ellos?
Lo lógico hubiera sido que estuvieran más desconcertados y más tristes. El mundo en el que viven no ha cambiado, Jesús se ha ido definitivamente y además les ha encargado una tarea aparentemente irrealizable. Deben ser testigos del amor de Dios por los hombres, testigos de su pasión, muerte y resurrección. Empezando por Jerusalén, la ciudad que lo ha condenado a muerte, el lugar del fracaso. Hasta los confines del mundo. Ese mundo alejado de Dios.
Y sin embargo, todo eso no les llena ni de desconcierto ni de tristeza. Todo lo contrario.
¿Por qué para ellos es un orgullo ser discípulos de Cristo? ¿Por qué no es una carga esa tarea?
Porque Jesucristo es su amigo íntimo, porque saben que Él está con ellos, que Él es fiel a sus promesas. Han aprendido a fiarse de Él. No ponen su confianza en ellos, ni en sus fuerzas, ni en sus capacidades.
La Ascensión del Señor no es un “adiós”, un “hasta luego”, sino, paradójicamente, un “me quedo”. Ellos se fían de la promesa hecha por Jesucristo: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). No dudan de su presencia en ellos y, de modo central, en la Eucaristía.
Ellos no se sienten gran cosa, conocedores de sus miserias, debilidades, falta de talento y capacidades. Pero saben que Cristo ha resucitado, que su Amor es más poderoso. Han aprendido que es Dios quien da el crecimiento. De ahí su alegría y entusiasmo.
Una alegría que se traduce en un abrirse en abanico para llevar ese Amor hasta el último rincón del mundo. Los discípulos del Señor eran hombres y mujeres a los que Dios confió todos los hombres. Y esa tarea les colmó de una alegría aún mayor.
Su vida estuvo llena de sufrimientos y dificultades. Pero siempre vivieron en la alegría del Señor. Reflejaban en su rostro la gloria del Señor: el brillo de su rostro enamorado.
Al igual que a los discípulos que estuvieron con Jesucristo el día de su Ascensión, Jesucristo nos reúne cada día en su corazón. Estamos bajo la protección de sus manos, en la inmensidad de su Amor. Y quiere servirse de cada uno para dar al mundo esa alegría verdadera que le falta. Quiere que seamos testigos de lo que hemos visto y oído, de sus llagas, de su Amor. Que con Él nada se pierde: trabajo, descanso, familia, amigos, pasado, presente, futuro, en Él todo adquiere eternidad.
También nos ha elegido y nos ha confiado a todos los hombres: a nuestros padres, hermanos, familiares, amigos, compañeros de trabajo, la humanidad entera.
Ellas nos necesitan. Necesitan de nuestra alegría para que, a través de ella, descubran a Jesús en sus vidas. En nuestro quehacer cotidiano, en nuestras miradas limpias, en nuestras conversaciones llenas de comprensión, en nuestros afanes por servir, comprender, animar y perdonar, Jesucristo resucitado se hace presente llenándolo todo de su alegría. Este mundo, no tan distinto del mundo de los hombres y mujeres que acompañaron al Señor, necesita de cristianos que lleven en su rostro ese brillo de un Dios enamorado.