EL REY NABUCODONOSOR había hecho construir una estatua de oro de veintisiete metros de altura. Todos sus súbditos se reunieron en torno a ella y comenzaron a adorarla, pues quien no lo hiciera sería inmediatamente arrojado al horno encendido. Sin embargo, Sidrac, Misac y Abdénago se negaron a cumplir el decreto real. Cuando esto llegó a oídos de Nabucodonosor, los mandó traer a su presencia y, lleno de cólera, les recordó el castigo que les esperaría: «Si no la adoráis, seréis inmediatamente arrojados al horno encendido, y ¿qué dios será el que os libre de mis manos?» (Dn, 3,15). Los tres contestaron al unísono, llenos de confianza: «Si nuestro Dios a quien veneramos puede librarnos del horno encendido, nos librará, oh rey, de tus manos. Y aunque no lo hiciera, que te conste, majestad, que no veneramos a tus dioses ni adoramos la estatua de oro que has erigido» (Dn, 3,17-18).

Como los primeros mártires, también Sidrac, Misac y Abdénago estuvieron dispuestos a derramar su sangre para dar testimonio de la verdadera adoración. De algún modo nos recuerdan que todo lo que hacemos en nuestro día está llamado a dar gloria a Dios. Esta es la realidad más crucial de nuestra vida: desarrollar un corazón contemplativo que dirige al Señor todo lo que hace. «Cada uno de nosotros, en la propia vida, de manera consciente y tal vez a veces sin darse cuenta, tiene un orden muy preciso de las cosas consideradas más o menos importantes. Adorar al Señor quiere decir darle a él el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir afirmar, creer –pero no simplemente de palabra– que únicamente él guía verdaderamente nuestra vida»1. A eso precisamente nos invita la Iglesia en estos días de Cuaresma, cercanos al Triduo Pascual: a recorrer el camino de la conversión, a volver a orientar nuestra existencia de modo que el amor a Dios y al prójimo sea lo más importante de nuestros días.

Francisco, Homilía, 14-IV-2013.