«YO SOY LA luz del mundo –dijo Jesús a los fariseos mientras enseñaba en el Templo–; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Quizá en más de una ocasión nos hemos tenido que enfrentar a la oscuridad de la noche. Entonces, desaparecen las figuras de las cosas que nos rodean, y perdemos la orientación. Pero en el momento en que, de pronto, vuelve la luz, todo recobra su contorno y sentido.
En aquellas palabras en las que el Señor se proclama como luz nuestra, encontramos un refugio para los momentos de oscuridad en los que alguna vez nos puede invadir el pesimismo o la tristeza. «Ciertamente, quien cree en Jesús no siempre ve en la vida solamente el sol, casi como si pudiera ahorrarse sufrimientos y dificultades; ahora bien, tiene siempre una luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en abundancia (cfr. Jn 10,10). Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran incluso en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo día»1.
«Quédate con nosotros, Señor, porque atardece y el día va de caída» (Lc 24,29), le dice a Cristo uno de los discípulos de Emaús. También nosotros podemos sentir muchas veces al día la necesidad de pedirle al Señor que no se aleje de nuestra vida. Nuestras dudas, heridas e inquietudes necesitan airearse a la luz de su mirada. Comprendemos bien que aquellos seguidores de Cristo, que caminaban desanimados hacia su casa, se dieran cuenta de que «entre la penumbra del crepúsculo y el ánimo sombrío que les embargaba, aquel Caminante era un rayo de luz que despertaba la esperanza y abría su espíritu al deseo de la plena luz»2.
1 Benedicto XVI, Discurso, 24-IX-2011.
2 Juan Pablo II, Mane nobiscum Domine, 7-X-2004.