Evangelio (Jn 19, 31-37)

Como era la Parasceve, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día grande, los judíos rogaron a Pilato que les rompieran las piernas y los retirasen. Vinieron los soldados y rompieron las piernas al primero y al otro que había sido crucificado con él. Pero cuando llegaron a Jesús, al verle ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado con la lanza. Y al instante brotó sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero; y él sabe que dice la verdad para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: No le quebrantarán ni un hueso. Y también otro pasaje de la Escritura dice: Mirarán al que traspasaron.


Comentario al Evangelio

La Pasión del Señor ha terminado. Su Cuerpo, exprimido, sometido al más cruel de los suplicios, es ahora un cadáver.

Sin embargo, aunque su Corazón ha dejado de latir, las demostraciones de su Amor no han concluido. Queda todavía una última muestra. Quedan todavía sangre y agua: quizás los dos principales símbolos de la vida. Y Jesús no se los quiere guardar: justamente para darnos vida es que ha querido morir.

Los Padres de la Iglesia han escrito infinidad de reflexiones bellísimas sobre lo que implica el costado abierto de Cristo, que nos permite asomarnos y contemplar su Corazón. Algunos, como san Agustín, insistirán en que, como Eva nace del costado de Adán, así la Iglesia nace del costado de Cristo. También es sentir común de los santos de los primeros siglos que esa sangre y esa agua son indicaciones claras de la fuente de la cual brotan los sacramentos. Y por santa Faustina sabemos que el propio Jesús quiso que en la imagen de la Divina Misericordia quedaran plasmados esos dos rayos, uno rojo y otro blanco, que representan la sangre y el agua de su Corazón.

Es por eso que la Solemnidad del Sagrado de Corazón de Jesús tiene una significación muy honda para los cristianos. Cuando nos referimos al corazón de una persona pensamos en sus afectos, en sus sentimientos, en su forma de amar. Pero como nos recuerda san Josemaría, “cuando en la Sagrada Escritura se habla del corazón, no se trata de un sentimiento pasajero, que trae la emoción o las lágrimas. Se habla del corazón para referirse a la persona que, como manifestó el mismo Jesucristo, se dirige toda ella —alma y cuerpo— a lo que considera su bien: porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Es Cristo que pasa, n. 164).

Esta última frase puede ser un estímulo para volvernos a sorprender por el amor de Dios: donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón. Por lo tanto, ahora que contemplamos a Cristo crucificado, dando la vida por nosotros, con su costado abierto y su Corazón traspasado, podemos afirmar sin temor a equivocarnos: nosotros somos el tesoro de Dios.

Es muy significativo que el que da testimonio de esto sea san Juan, el mismo que se recostó en el pecho de Jesús en la Última Cena. El apóstol adolescente tuvo la oportunidad única de sentir los latidos del Corazón del Señor, que en ese momento cumbre, que había deseado ardientemente, serían particularmente fuertes. Por decirlo así, san Juan le había tomado el pulso al amor de Dios hasta ser testigo de su última palpitación y había comprobado que Jesús vivió y murió para darnos vida.

“Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene” (1 Juan 4, 16). El apóstol utiliza dos verbos: conocer y creer. Son dos pistas que nos pueden ayudar para sacar provecho de la Solemnidad de hoy, tan valorada por la piedad popular de la Iglesia. San Juan sabe que está transmitiendo algo sublime, imposible de plasmar en palabras, pero aún así lo intenta. Por eso enfatiza tanto en sus cartas, de todos los modos posibles, que Dios es Amor. Por eso se da a la tarea de contárnoslo todo: porque sabe que dice la verdadpara que también vosotros creáis.

Conocer el Sagrado Corazón de Jesús para creer en su Amor es la necesidad más honda de nuestro propio corazón. Acudamos a la intercesión de la Virgen y de san Juan, cuyos corazones latieron al unísono con el de Cristo, para que no dejemos nunca de pasmarnos frente a este misterio: que nosotros somos el tesoro del Corazón de Dios.