En esta Misa Crismal, celebramos especialmente la unidad del sacerdocio en la Iglesia y renovamos nuestro sí a Dios, dado en las manos del obispo el día de nuestra ordenación. Este sí nos recuerda que somos sacerdotes, ante todo, por una elección divina que pide respuesta, pero que no abandona su primacía.
Antes que por nuestra decisión, somos sacerdotes porque Dios tomó posesión de nuestras vidas y nos capacitó para obrar “in persona Christi capitis”. La viva conciencia de obrar en el nombre y con el poder de Cristo es el mayor estímulo para renovarnos en el trabajo generoso y alegre de nuestro ministerio. La Iglesia nos necesita. El mundo nos necesita, aunque no lo reconozca, y nosotros queremos servirlo alegremente.
En una cultura que no valora la misión del sacerdote o que la aprecia por algunos de sus rasgos secundarios, importa mucho que nosotros refresquemos la convicción de ser personas consagradas por Dios para servirlo a Él y a su Iglesia con la predicación, el culto y el pastoreo del pueblo fiel. Otras actividades podrán ser oportunas y meritorias, pero nunca tendrán la eficacia sobrenatural de nuestro ministerio sagrado.
Con la humildad de quien sabe que no tiene mérito ninguno en la elección, decimos: gracias, Dios nuestro, por la vocación sacerdotal; ayúdanos a cuidar este tesoro y a difundirlo de modo que muchos jóvenes puedan oír tu llamado a servirlo en el sacerdocio ministerial. Nos duele no llegar a todos los que nos buscan y no poder salir al encuentro de los que no nos buscan. Por eso le imploramos al Señor que nos dé la fecundidad con la que el Espíritu Santo enriquece a la Iglesia y que se digne bendecirnos con más vocaciones. Que seamos audaces en proponer este camino y que sepamos cultivar las semillas que Dios ciertamente esparce con generosidad en la juventud. Muy importante para ello es que no escatimemos esfuerzos para atender espiritualmente a los jóvenes, escuchándolos con paciencia y alentándolos en sus dificultades, sanando sus heridas y encendiendo sus amores. Pero nuestros esfuerzos serán vanos si el Señor no edifica la casa. La oración perseverante es la principal indicación que Jesús nos dejó para la pastoral vocacional. Que no falten en nuestras parroquias los grupos de la Obra de las Vocaciones Eclesiásticas. Siempre encontraremos algunas personas dispuestas a concretar este pedido al dueño de la cosecha para que envíe más trabajadores.
Así como Jesús regaló a sus más cercanos discípulos la experiencia de la transfiguración, así le pedimos nosotros que no nos falte la luz de la fe y el gozo de servir y ser instrumentos de tan gran Señor. Que la íntima alegría de la amistad con Cristo se refleje en nuestro actuar y podamos ser nosotros mismos un reflejo de bondad de Dios que a todos ama misericordiosamente.
La fe y el gozo de nuestro ministerio no nos ocultan las grandes dificultades y pruebas que encierra. Particularmente sentimos los desafíos de iluminar e impregnar con sentido cristiano una sociedad desinteresada de Dios, de la salud de las almas y de la salvación eterna. Asimismo experimentamos la urgencia de ayudar a nuestra patria que marcha a la deriva, sin rumbo, con graves enfrentamientos y fragmentaciones que quitan el ánimo de tantos para trabajar por el bien común de la nación.
Nuestra patria necesita una predicación más clara e incisiva sobre los temas medulares de nuestra fe y sus consecuencias sociales. Los animo, queridos hermanos sacerdotes, a que cultivemos entre nosotros un diálogo cordial que nos ayude a encontrar el modo y la prudencia necesarios para que nuestro actuar responda a las penurias espirituales y materiales que vivimos. No queremos ser profetas de calamidades, pero tampoco es oportuno que dejemos de ver y clamar por las fuertes desorientaciones en que nuestra sociedad está sumergida. Son problemas económicos, políticos, educativos y culturales de todo tipo. Pero destacan entre todos, por su fuerte contenido antinatural, la difusión del aborto y de la ideología de género. Con la mansedumbre de Jesús, no dejemos de insistir en que la vida siempre vale la pena, en que Dios nos hizo varón y mujer para beneficio de todos, en que la familia es la célula primera de la sociedad y ha de ser cuidada. Dios hará fecundo nuestro obrar si lo realizamos con fidelidad a sus enseñanzas y unidos entre nosotros.
Esta unidad no es simple estrategia. Es fruto de la oración sacerdotal de Jesús en la última cena: “Padre, que sean uno para que el mundo crea”. Esta unidad es fraternidad, que tiene muchas manifestaciones necesarias, pero una de las primeras será la actitud humilde y servicial de lavarnos los pies los unos a los otros. Les doy las gracias por todo lo que ya hacen y los animo a no desfallecer en el cuidado espiritual y material de nuestro presbiterio.
No le pedimos a Jesús que se baje de la cruz y aplaste a sus enemigos. Más bien le pedimos la fuerza para estar con la Virgen en el Calvario o como el buen samaritano socorriendo a la Argentina saqueada y golpeada por la corrupción. También les pido a ustedes que no dejen de ayudarme en mi ministerio episcopal. Ya lo hacen y se los agradezco, pero quiero insistirles en que busquemos juntos los caminos para actuar de acuerdo a los reclamos de la época, que son muchos y exigentes. La insistencia del Papa Francisco en cultivar la sinodalidad en la Iglesia nos estimula a pedirla como don del Espíritu Santo y a vivirla con generosidad.
En esta Misa volvemos al Cenáculo y al día de nuestra ordenación. Que este retorno sea expresión de la constante vuelta a nuestro amor primero, generoso aunque ingenuo. Hoy, perdida la ingenuidad, queremos volver a un amor nuevo, más maduro, más realista, más profundo, aunque marcado por las cicatrices de los combates espirituales en que nos hemos debatido y nos seguiremos debatiendo por servir a Dios y a su Iglesia.
La Virgen María, Madre de la Iglesia y Auxilio de los cristianos, es bajo un título peculiar madre y protectora de los sacerdotes. Que su Inmaculada Concepción nos ilumine y consuele en este precioso camino espiritual.
+Samuel Jofré
Obispo de Villa María