AL LEER EN el Evangelio la historia de la vocación de san Mateo, recordamos algo que llamó mucho la atención de los fariseos y de los escribas. El trabajo que desempeñaba el futuro apóstol suponía priorizar el pequeño poder personal que le confería Roma, por encima de las tradiciones de su pueblo; podía suponer cierto apego hacia los bienes materiales, por encima de la Ley de Dios. Pero Mateo vio algo diferente en Jesús, algo que le llevó a dejarlo todo por seguir sus pasos. Por eso abandonó el estilo de vida por el que había optado, la seguridad y el bienestar que le daba su posición, su plan personal de progreso, etc. Y esa decisión le puso tan contento que «ofreció en su honor un banquete» (Lc 5,29).

No parece que Jesús haya buscado a los apóstoles entre los maestros de la Ley, ni siquiera entre los fieles más observantes; al contrario, se acerca a la mesa de quien es considerado por la sociedad judía del momento como un pecador. Aquí se manifiesta una vez más el misterio de la misericordia de Dios. «Los evangelios nos presentan una auténtica paradoja: quien se encuentra aparentemente más lejos de la santidad puede convertirse incluso en un modelo de acogida de la misericordia de Dios, permitiéndole mostrar sus maravillosos efectos en su existencia»1.

Como Mateo, nosotros también estamos llamados a «vivir de misericordia para ser instrumentos de misericordia (…). Cuando nosotros nos sentimos necesitados de perdón y de consolación, aprendemos a ser misericordiosos con los demás»2. Muchos de los que rodeaban a Mateo cumplían rigurosamente la ley, pero no se sentían necesitados de Dios, lo que endurecía su corazón para entregarse en una verdadera limosna. El futuro apóstol, al contrario, dejó todos sus bienes para seguir a Jesús, entregando toda su vida como limosna para quienes le rodeaban.

 

1 Benedicto XVI, Audiencia, 30-VIII-2016.
2 Francisco, Audiencia, 14-IX-2016.