Evangelio (Mc 12,28b-34)

En aquel tiempo, se acercó uno de los escribas, que había oído la discusión y, al ver lo bien que les había respondido, le preguntó:

— ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?

Jesús respondió:

— El primero es: Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos.

Y le dijo el escriba:

— ¡Bien, Maestro! Con verdad has dicho que Dios es uno solo y no hay otro fuera de Él; y amarle con todo el corazón y con toda la inteligencia y con toda la fuerza, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios.

Viendo Jesús que le había respondido con sensatez, le dijo:

— No estás lejos del Reino de Dios. Y ninguno se atrevía ya a hacerle preguntas.


Comentario al Evangelio

En el evangelio de hoy, el Señor responde a un escriba acerca de cuál es el primer mandamiento de la ley de Dios. Y, acto seguido, queriendo mostrar su unidad con el anterior, añade el segundo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (v. 31).

Ambos preceptos constituyen el núcleo de la moral cristiana, tan unidos que no pueden disociarse si se quiere alcanzar la plenitud a la que nos llama el Señor. El papa Benedicto explicaba este doble precepto sirviéndose de la imagen de la mirada: «Aprendemos a mirar al otro no sólo con nuestros ojos, sino con la mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo. Una mirada que parte del corazón y no se queda en la superficie; va más allá de las apariencias y logra percibir las esperanzas más profundas del otro: esperanzas de ser escuchado, de una atención gratuita; en una palabra: de amor. Pero se da también el recorrido inverso: que abriéndome al otro tal como es, saliéndole al encuentro, haciéndome disponible, me abro también a conocer a Dios, a sentir que Él existe y es bueno. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables y se encuentran en relación recíproca»[1].

Precisamente al introducir este precepto de amar a los demás, Jesús nos enseña que el amor que Dios Padre tiene por cada hombre y por cada mujer –y al que estamos invitados a corresponder– no es una cuestión teórica o idealista, sino que está llamado a traducirse en una entrega desinteresada de nosotros mismos hacia Dios y hacia los demás.

Jesús no se queda en las palabras, sino que, a lo largo de toda su vida, vivió esta entrega, esta donación total al Padre y a los hombres, hasta su consumación final en el Calvario, invitándonos a nosotros a imitarle hasta convertirnos en fieles discípulos suyos.

[1] Benedicto XVI, Ángelus, 4-XI-2012.