LOS FARISEOS parecen haber encontrado finalmente una ocasión propicia para hacerse con Jesús. Le presentan una mujer sorprendida en adulterio que, según las prescripciones judías, merecía ser apedreada hasta la muerte. ¿Qué diría al respecto el maestro de Nazaret, que siempre se había mostrado tan favorable a perdonar a los pecadores? Pero parece que Jesús ni siquiera se percata de su acusación. Con cierta indiferencia, se pone a escribir sobre el suelo. Y como los fariseos le insisten en que diga algo, se incorpora y exclama: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra» (Jn 8,7).

Podemos imaginar el temor de la mujer mientras esperaba con los ojos cerrados una lluvia de piedras. Estaría convencida de que su vida había llegado a su fin. Y quizá, arrepentida de sus pecados, contemplaría ese final como un acto de justicia. No contaba, sin embargo, con la misericordia de Dios, que supera todo cálculo humano. Uno a uno los acusadores se marcharon y ella se quedó sola ante Jesús. Como cada vez que acudimos al sacramento de la confesión, la mirada cariñosa de Cristo se posó sobre su rostro y le perdonó. «Recibir el perdón de los pecados a través del sacerdote es una experiencia siempre nueva, original e inimitable. Nos hace pasar de estar solos con nuestras miserias y nuestros acusadores, como la mujer del Evangelio, a sentirnos liberados y animados por el Señor, que nos hace empezar de nuevo»1.

«Mujer, ¿dónde están tus acusadores? –pregunta Jesús–. ¿Ninguno te ha condenado?» (Jn 8,10). La mujer sabía que había pecado, y quizás esperaba la palabra recriminatoria de este misterioso rabino. Pero el Señor, en lugar de reprenderla, le regala dos tesoros: el perdón de Dios y la esperanza de una nueva vida. «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8,11).

 

Francisco, Homilía, 29-III-2019.